sábado, 23 de junio de 2012






Quién fue el primer hincha


Durante décadas, el fútbol rioplatense fue asunto de ingleses. Lo practicaban con el clásico estilo formal, que acostumbraban tener para los demás deportes importados de su tierra, como el rugby, el softbol, el hockey, el golf o el polo.
El público que asistía a los encuentros mantenía una postura demasiado formal, en silencio. Las manifestaciones no pasaban de una exclamación o el aplauso, ante un gol, sea de uno o del otro equipo. Por eso llamó la atención de todos, a comienzos del siglo XX, la actitud del utilero de Nacional de Montevideo.
Prudencio Miguel Reyes era un robusto paisano de oficio talabartero que había sido contratado por el club para actuar como utilero. Una de sus actividades principales consistía en inflar la pelota de fútbol. Esta tarea se llevaba a cabo con rudimentarios infladores que requerían cierto esfuerzo físico y que, en aquel tiempo, se llamaban hinchadores. En realidad, al utilero se le llamaba hinchador. Por lo tanto, Prudencio Miguel Reyes era para todos, el hinchador de Nacional.
Al circunspecto público que asistía a los partidos de fútbol en el 1900 le resultaba extraño que Prudencio se paseara de punta a punta, al borde de la cancha, alentando a los jugadores, lanzando gritos con su vozarrón y generando un clima festivo que, hasta entonces, no se había visto. Se hizo famoso. El hinchador de Nacional ya formaba parte del espectáculo. A partir de su entusiasta participación, el aliento en el fútbol cambió. Incluso contagió a otros deportes. Reyes, el hinchador de Nacional, generó una palabra que hoy usamos a diario. Nos referimos al hincha, y también a la hinchada.



MANUEL BELGRANO UN PRÓCER CON TODAS LAS LETRAS

Entre los muchos e interesantes sucesos que tuvieron lugar durante el virreinato de don Nicolás de Arredondo figuran el nacimiento de los primeros trillizos en el Río de la Plata, una complicada invasión de loros en Buenos Aires y la creación del Consulado, una especie de Secretaría de Comercio que debía encargarse de que los precios no se elevaran por las nubes y de que las transacciones comerciales fueran tan legales como lógicas.
A fines de 1793 el gobierno encomendó las responsabilidades del Consulado a un joven de 23 años, que acababa de recibirse de doctor en Leyes en España: Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano. Llegaba un poco enfermo, producto de una sífilis que contrajo en Madrid, y por ese motivo en más de una oportunidad tuvo que solicitar licencias y trasladarse a descansar a San Isidro o cruzar a Maldonado donde –es muy probable–, habrá caminado por las extensas playas de lo que es hoy Punta del Este.
Las medidas que tomó Belgrano favorecieron el comercio de Buenos Aires y es probable que a comienzos del siglo XIX, de haber existido las encuestas de opinión, hubiera obtenido altos porcentajes de imagen positiva. Sin dudas, el cargo le calzaba a la perfección. Sin embargo, las invasiones inglesas torcieron su destino. Belgrano fue nombrado capitán y participó al frente de sus hombres en la Defensa de 1807. Regresó luego a sus actividades de escritorio hasta que en 1810 participó activamente en la Semana de Mayo e integró el primer gobierno patrio. Sin perder tiempo, renunció a su sueldo como vocal de la Junta. Debió calzarse otra vez el uniforme y comandar una expedición para convencer (por las buenas o por la fuerza) a los vecinos paraguayos de que debían plegarse a la revolución porteña.
Aquella expedición fue un fracaso desde el punto de vista militar, lo que confirma que aún debía acumular experiencia en tácticas y estrategias. Sin embargo, los resultados definitivos fueron satisfactorios: Asunción no se sumó, pero tampoco presentó la oposición tenaz a la Junta porteña como lo hacía Montevideo. A partir de la aventura del Paraguay se ponía en marcha la cuenta regresiva: los últimos diez años, gloriosos, de su vida.
El gran episodio, el más célebre de su existencia, tendría lugar en Rosario, a orillas del río Paraná donde se encontraba alistando la defensa contra las incursiones navales de los realistas. Belgrano armó dos baterías que debían cañonear a cualquier barco enemigo que osara cruzar por allí. Por aquel tiempo, las Provincias Unidas del Río de la Plata aún no habían declarado su independencia de la Metrópoli. Por lo tanto, los dos bandos pertenecían al Reino de España y utilizaban las mismas insignias. En un acto de gran osadía para el momento político, Belgrano solicitó autorización para que la tropa utilizara una escarapela diferente a la de las tropas realistas. El Primer Triunvirato aprobó la solicitud y pocos días después, el 27 de febrero de 1812, se despachó con un nuevo comunicado dirigido al gobierno central, en el que informaba que había mandado enarbolar una bandera con los colores de la escarapela en la batería que bautizó “Independencia”.
Esta vez no consiguió la venia del Triunvirato. Al contrario, para el gobierno porteño, la creación de un emblema y la utilización de la palabra “Independencia” estaban muy lejos de ser aprobadas. Pero cuando la desautorización llegó a Rosario, junto con una bandera realista que enviaban para reemplazar a la celeste y blanca, Belgrano se hallaba en camino a Jujuy, donde se haría cargo del Ejército del Norte.
Llegó el tiempo del célebre y sacrificado Éxodo Jujeño, la histórica marcha defensiva y la posterior decisión de presentar batalla en las afueras de Tucumán, cuando los propios tucumanos apoyaron al comandante Belgrano para que no retrocediera un paso más. El 24 de septiembre de 1812 a las ocho de la mañana, minutos antes de que 1.800 patriotas se enfrentaran a 3.000 realistas, Belgrano montaba su caballo de pelaje rosillo. Con tanta mala suerte, que al sonar el estampido del primer cañonazo, el manso caballo se asustó y el general fue a parar al piso. Los soldados que observaron la escena, paisanos muy supersticiosos, sintieron que era un mal presagio.
Sin embargo, la fortuna estuvo del lado de los patriotas. Fue entonces que Belgrano alcanzó el mayor índice de popularidad de su vida y confirmó su estrella cuando repitió el triunfo en Salta, el 20 de febrero de 1813. Como reconocimiento por esta victoria se le concedió un premio de 40.000 pesos en terrenos fiscales que les hubiera permitido a él y a sus descendientes vivir sin mayores apremios económicos. Pero Belgrano pidió a cambio que se dotaran cuatro escuelas en Jujuy, Santiago del Estero, Tucumán y Tarija (hoy Bolivia). Además, propició la creación de escuelas industriales y fue uno de los primeros en sostener que había que brindar una educación más completa a las mujeres.
El ocaso militar de Belgrano comenzó con los reveses de Vilcapugio (1/10/1813) y Ayohuma (14/11/1813). Entregó la comandancia del ejército a José de San Martín y terminó arrestado en Luján, mientras en Buenos Aires lo juzgaban por esas derrotas. Fue absuelto. Viajó a Londres con Bernardino Rivadavia en misión diplomática, regresó en 1816 y pretendió transmitir su entusiasmo por el sistema monárquico a los diputados reunidos en Tucumán. Fracasó en el intento. Reasumió el mando del diezmado ejército del Alto Perú que ya ocupaba un lugar secundario, frente al despliegue del sanmartiniano de los Andes.
Según Bartolomé Mitre, “su fisonomía era bella y simpática. Su cabeza era grande y bien modelada. La nariz era prominente, fina y ligeramente aguileña. La boca, amable y discreta. Era escaso de barba, no usaba bigote y llevaba la patilla corta, a la inglesa. Belgrano era de una contextura delicada”. El creador de la bandera era rubio, medía poco menos de 1.80 cm. y su piel era rosada. Para sus soldados era “el Alemán” (por ser rubio, vestirse “a la europea” y hablar perfecto inglés). También lo llamaron “Cotorrita” (por usar chaqueta verde, caminar con pasos apresurados y por su voz aflautada). Las enfermedades comenzaron a castigarlo sin tregua a partir de 1817.
Llegó a Buenos Aires a comienzos de junio de 1820, muy enfermo, muy dolorido y muy olvidado. Cargando con la sífilis de su juventud, una cirrosis torturante y un cáncer hepático. El general Belgrano murió el 20 de junio a las siete de la mañana. Ese día los porteños estaban enfrascados en cuestiones políticas: se alternaron tres gobiernos en aquel anárquico día de renuncias y asunciones.
Al funeral asistieron su familia y un par de amigos, entre ellos el doctor Joseph Redhead, a quien Belgrano le legó su reloj porque no tenía dinero para pagarle los honorarios (es el que vemos en la fotografía; ha sido robado del Museo Histórico Nacional hace algunos años). Ante la imposibilidad de pagar una lápida, uno de sus hermanos cedió el mármol de una cómoda.
De muchos próceres se dice que murieron pobres y no es cierto. Belgrano sí murió pobre.