domingo, 31 de julio de 2016

Baños Públicos de Buenos Aires


Mingitorio público ubicado en Av. Callao al 1800
Desde 1872, estaba prohibido en Buenos Aires el sistema “¡agua va!”, nombre que deriva del alerta dado por cada vecino cuando abría su ventana y arrojaba a la calle el contenido de las vasijas de noche. Una controvertida ordenanza aplicaba multas de 500 pesos a cada infractor si el agua estaba sucia o en mal estado, y de 200 si era limpia. Este expeditivo “sistema”, en una ciudad que no contaba con redes de provisión y desagües, nos habla sobre la indeterminación espacial que rodeaba tanto a las actividades de aseo personal como a las de excreción en las residencias porteñas. En aquellos años, era habitual el uso de los denominados “servicios” o “vasos necesarios”, junto con bacinillas y “sillicos”, que permitían satisfacer las necesidades fisiológicas sin necesidad de trasladarse hasta la zona del fondo de la casa, donde habitualmente estaban las letrinas apareadas, una de la familia, y otra para el personal. Ambas desagüaban a un pozo negro, con los peligros de contaminación del pozo de balde que proveía el agua para el consumo humano.
Dadas las pobres condiciones sanitarias y de vivienda de los sectores populares en la urbe, no les era permitido a éstos contar con servicios de provisión de agua y desagües que permitieran el más decoroso aseo. De allí la necesidad de instrumentar limpiezas populares, mingitorios y baños baratos que permitiesen una permanencia prolongada en el agua, pues nadar era, en suma, una forma de lavarse. Y también una instancia de sociabilidad más que importante, en un momento donde iban adquiriendo perfil propio barrios y expresiones populares nacidas de la rica amalgama cultural entre criollos e inmigrantes.
Desde 1872 hasta aproximadamente 1923, imitando a Londres, se instalaron en Buenos Aires mingitorios debajo de las avenidas, en las esquinas y al centro de la calzada. Los primeros de que se tiene conocimiento se ubicaron en el paseo de Julio (actual Av. Leandro N. Alem). También funcionaron en algunas plazas como en la actual plazoleta Alfonso Castelao (Av. Independencia y Bernardo de Irigoyen), que fuera parte de la antigua Plaza de la Concepción; Plaza Lorea y Plaza Suipacha (Viamonte y Suipacha, ex Plaza General Viamonte).
Con posterioridad se instalaron otros en Plaza Constitución, Plaza Once de Setiembre, Plaza de Mayo, Callao esquina Santa Fe y Rivadavia y Bolívar.
En Caras y Caretas de marzo de 1908 un fotógrafo que retrataba viejas casas de Buenos Aires relataba: “Desde la Plaza 24 de Noviembre -actual Plaza Garay- seguí por esa calle de Entre Ríos, que unida a la de Callao tiene ya dos leguas de largo. Cuando pasé al barrio del Norte, lo conocí por los mingitorios emplazados de distancia en distancia, que habrán creído innecesarios en los barrios del sur, dado que en ellos no se encuentra ninguno.
Las tales construcciones van quedando abandonadas poco a poco, no sabemos si por incuria de la municipalidad, lo que sería lamentable o por falta de uso, lo que sería curioso y pintaría quizás el carácter de nuestro mundo distinguido, habitante de ese barrio de la ciudad tan favorecido y para quien, sin embargo, la calle no es sino un pretexto para lucir el carruaje y en la cual no se camina a pie por ser el ejercicio tarea poco elegante. Uno de esos quiosquitos, que uno anhelaría encontrar en el sur y por el cual daría cualquier cosa en un momento dado, es, en el Norte, depósito de tachos viejos.
Mingitorio público (Ilustración de Caras y Caretas)
La Boca del Riachuelo, que es tan característica en su construcción, sería una localidad donde cien construcciones iguales resultarían pocas para librar a la población de incomodidades y sin embargo, no tiene ni uno”.
Finalmente los antihigiénicos mingitorios de chapa y madera fueron reemplazados por baños subterráneos, merced a la Ordenanza Municipal del 8 de mayo de 1923, que establecía:
Artículo 1º: El Gobierno de la Ciudad, a través del Ministerio de Ambiente y Espacio Público o del órgano que este designe, proveerá el servicio de “Baños Públicos Urbanos” (BPU) en todos los espacios verdes de la Ciudad de Buenos Aires que cuenten con sectores para la estancia o el esparcimiento.
Artículo 2º: Los baños públicos a que se refiere el artículo 1° deberán reunir las condiciones de asepsia necesarias para satisfacer las exigencias de la población.
Artículo 3º: La Autoridad de Aplicación será la encargada de elaborar el plan de instalación del servicio BPU y de fijar el valor del mismo.
Artículo 4º: Comuníquese
Los baños se instalaron en las importantes plazas y parques de la ciudad y poseían una entrada similar a las de los accesos del subterráneo. Uno de ellos aún perdura en Plaza Lorea, aunque desafectado de lo que fueran sus funciones originales. El destinado a las mujeres disponía de 6 inodoros y 4 lavatorios; en cuanto al de los hombres: seis mingitorios, 6 inodoros y 4 lavatorios.
Para esa misma época también existían en Buenos Aires casas de baño pero para ducharse. Eran gratuitos y los atendían empleados públicos que proveían de jabón y toalla. Los utilizaban preferentemente los obreros que salían de las fábricas y la gente que vivía en pensiones o conventillos en los que carecían de adecuadas instalaciones sanitarias. Algunos de ellos estaban en Caseros 75, Avenida Sáenz 3460, French 2459, Córdoba 2226 y Caseros 768. Largas colas de usuarios esperaban pacientemente en las tardes sabatinas.
Los baños públicos en Buenos Aires eran muy frecuentados, en especial porque la escasez de agua era común en las zonas más alejadas del centro y los convertía en eficaces reemplazantes del aseo en tina -con agua pagada al aguatero- que era moneda corriente entre los más humildes.
Por aquellos años, el auge de los baños públicos gratuitos hizo que la comuna proyectara la construcción de nuevos establecimientos en Nueva Pompeya, La Boca, Parque Patricios y Mataderos, continuando a su vez con una campaña de difusión orientada a exaltar la importancia de la higiene corporal en la profilaxis de todas las enfermedades. La totalidad de hombres y mujeres que asistían a estos baños en 1926 superaba los 880.000 concurrentes.
La situación en Buenos Aires -corroborada por los viajeros que nos visitaron en 1910- parece haber sido bastante distinta respecto a la importancia del aseo personal. En el ámbito local, a diferencia de los países que capitaneaban su norte cultural y tecnológico -Francia e Inglaterra-, los principios y hábitos higiénicos alcanzaron un grado de arraigo y desarrollo poco comunes. Hecho que se encuentra reflejado tanto en la frecuencia del aseo como en la variedad de artefactos que comprendía el baño argentino, y que aparece sólo parcialmente en países de otras latitudes. Mientras que el baño inglés y el norteamericano no incluían el bidet y el francés sólo un inodoro y bañera -el lavatorio y bidet estaban generalmente en el dormitorio- el baño argentino comprendía todos estos elementos sanitarios. Aunque no sólo era una cuestión de número, sino de hábito: la propia Dirección de las Obras de Salubridad en el verano de 1900 con tono quejumbroso declaraba que las dificultades de abastecimiento de la ciudad derivaban de que: “Buenos Aires entero se baña“.
Fuente
Araujo, Carlos – Los baños públicos – Buenos Aires (2012)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Guzmán, E. – “Buenos Aires y el agua” – Buenos Aires (2011)
Méndez Avellaneda, J., La primera casa de baños de Buenos Aires. Historias de la Ciudad. Nros. 16/ I 7., 2002.
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Terremoto en el Río de la Plata


Epicentro del terremoto del 5 de junio de 1888
Contrariamente a las creencias populares Buenos Aires y sus alrededores, a pesar de situarse en una zona de baja intensidad sísmica, no es asísmica. Puede sufrir terremotos y ser ellos muy intensos.
A las 0 horas y 20 minutos del 5 de junio de 1888, con epicentro entre las ciudades de Colonia y Buenos Aires (34º36’0” S, 57º 53’ 59” O, a 30 km de profundidad), con una magnitud grado 5,5 de Richter y una duración de entre 45 y 58 segundos se produjo el mayor terremoto en la zona, provocando pánico generalizado en la región.
El diario montevideano La Tribuna Popular del 6 de junio de 1888 describía al terremoto y a sus efectos de la siguiente manera: “El maderamen de las casas crujía fuertemente, las lámparas se bamboleaban, los muebles se movían y los cuadros caían de las paredes. Se rompieron objetos de cristalería y se pudo ver porcelana saltando de los aparadores. Los habitantes han permanecido en vela parte de la noche, azorados a causa de un fortísimo temblor de tierra…”.
En Uruguay los principales efectos se produjeron en las ciudades de Punta del Este y Maldonado (que hoy día prácticamente conforman un solo conglomerado urbano). No hubo pánico pero sí una alarma generalizada, que provocó que varias personas salieran al exterior a pesar de ser la madrugada de una noche invernal. Se pudieron percibir movimientos de las luces colgantes y de mobiliario liviano, sonaron campanillas ubicadas en las puertas y se informó, asimismo, de oscilaciones de cuadros en las paredes y la caída de objetos de estanterías
Por otro lado el diario La Lucha de, Colonia, expresaba: “El vapor Saturno, que venía de la capital vecina (Buenos Aires) navegaba tranquilo por el centro del canal con más de 20 pies de agua cuando de pronto se detuvo como si tocara el fondo. El capitán hizo echar la sonda pero se encontró con que el barco, movido por una fuerza oculta, zarpaba por sí mismo de la varadura y seguía su camino”.
Además, se hacía saber que en La Estanzuela, paraje próximo a Colonia, se había derrumbado parte de una pequeña casa de débil cimentación, construida sobre fondo arenoso (que posibilita la amplificación de las ondas sísmicas).
El diario rosarino El Municipio a partir del 6 de junio transcribe telegramas desde Montevideo: “anoche a las 12:20 sintióse en ésta un fuerte temblor. Durante toda la fría madrugada numerosos grupos vagabundeaban por las calles temiendo se reprodujese el fenómeno. Hubo un primer pulso no tan fuerte, luego un reposo y posteriormente un segundo y ya fuerte pulso que duró 58 segundos”. En los posteriores días la crónica manifiesta que el movimiento se sintió en Buenos Aires, con la caída y derrumbe de muros de la obra de la iglesia de la Piedad, así como en La Plata. No se sintió en San Luis ni en otras provincias de Cuyo, concluyendo que provendría directamente del mismo subsuelo.
Afectó a todas las poblaciones de la costa del Río de la Plata, en especial a las ciudades de Montevideo y de Buenos Aires. Produjo daños leves, ya que en estas ciudades aún no existían edificios de altura.
El primer terremoto documentado en la región, se produjo el 9 de agosto de 1848 a las 18 horas y 35 minutos con una duración aproximada de 5 segundos, acompañado de una serie de réplicas, la última el 11 de Septiembre con duraciones que oscilaron de entre 2 y 16 segundos, presumiendo que su epicentro pudo situarse en la Cuenca de Punta del Este. Según los testimonios periodísticos de la época, no se tenía registro ni memoria de sucesos similares en la zona.
Se cree que estos sismos son provocados por una región en especial, la cuenca de Punta del Este, que está altamente fallada, por lo que puede haber movimiento de placas tectónicas, produciendo las ondas que dan lugar al temblor.
Aún a sabiendas de la ocurrencia de estos terremotos, en ninguna de las dos capitales del Plata se ha tomado desde entonces medida antisísmica alguna en sus construcciones.
Fuente
Diario La Lucha, Colonia del Sacramento
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
El Municipio. Rosario, Pcia. de Santa Fe, 6 de junio de 1888
La Tribuna Popular, Montevideo, 6 de junio de 1888
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Toros en Buenos Aires



Corrida de toros en Buenos Aires
Como ocurre con casi todas las cosas, también los deportes mueren.  Hay algunos que alcanzan en un momento dado un gran favor en el gusto del público y luego, por diversas razones, son olvidados.  En nuestro país esto ocurrió con las corridas de toros.  Directamente importadas de España, las lidias tuvieron en nuestro país el favor (y el fervor) que todavía convocan en su tierra de origen y en algunos países latinoamericanos; pero hacia 1820 empezaron a decaer y todo el siglo XIX asistió a su progresiva declinación.  Hoy, las corridas de toros son virtualmente desconocidas en nuestro país y el entusiasmo que ese gallardo y viril deporte despierta en España ha sido sustituido por otros que tienen, desde hace muchos años, una orgiástica presencia popular.  ¿Morirá también el futbol alguna vez?  ¿Morirá el boxeo, las carreras de automóviles, el rugby, el polo?  No lo sabemos.  Pero conviene –incluso como una advertencia- recordar como nació en la Argentina el culto del toreo, cómo llegó a su cenit y cómo murió.  No para que los cultores de otros deportes pongan sus barbas en remojo… sino para evocar un aspecto de nuestro pasado poco conocido.
De romanos y toros
El origen de las lidias o corridas de toros –que de ambos modos puede llamarse- participa de dos aportes culturales aunque no puede establecerse con precisión la contribución de cada uno.  Fue Roma la que creó el gusto por los grandes espectáculos circenses, a veces crueles, incluyendo los combates entre fieras y seres humanos.  Y fueron los árabes los que iniciaron el rito del encuentro entre toros y hombres, montados éstos a caballo.
Cuando los moros invadieron España (711) y trajeron a la península su cultura, sus modos de vida y sus costumbres, también importaron las luchas contra los toros, que practicaban a manera de ejercicio de virilidad.  Se sabe que sus adversarios, los caballeros cristianos a cuyo cargo estuvo la Reconquista durante siete siglos también, emularon a los moros en lides taurinas y hay quien opina que también en esto fue el primero Rodrigo Díaz de Vivar, el “Cid Campeador”.  Lo cierto es que, moros o cristianos, el deporte era cosa de nobles; dato de distinción, de limpieza de sangre y valentía.  Luego, la imitación, la ansiedad de distinguirse y mostrarse valiente hizo que también los mozos de pueblo y villanos compitieran en esta clase de faenas.  Finalmente, andando los siglos, se generalizó tanto la costumbre de lidiar toros, que el rey Felipe V –que no estimaba esas fiestas- prohibió a los hidalgos y nobles participar de las corridas de toros.  Y entonces, naturalmente, el pueblo quedó dueño absoluto de “la fiesta”.
Desde entonces, la tauromaquia se convirtió en una pasión española; a través del toreo, hombres surgidos de los ambientes más bajos podían llegar a la fama y la riqueza; todo lo relativo a los toros, a su manera de matarlos, a sus manías, sus colores y los ganaderos que los crían, fue materia de discusión y permanente diálogo.  Se construyeron grandes plazas de toros y lo taurino fue un meridiano permanente de lo español; algo que dio color y carácter al pueblo hispano.  Por supuesto, la técnica de la lidia varió mucho y sufrió modificaciones sustanciales, en primer lugar la de poner al “matador” a pie, frente a frente con el toro.
Esto ocurrió a mediados del siglo XVIII.  Ya para entonces las lidias habían pasado a nuestro continente.
Toros en América
Se dice que la primera corrida de toros en América tuvo lugar el 24 de junio de 1526 en la ciudad de México.  Si es así, nadie puede negar a la tierra azteca su vieja tradición tauromáquica, que todavía conserva.  En nuestras regiones, mucho menos ricas que las de México o Perú, el toreo tuvo menos brillo y menor antigüedad; recién el 11 de noviembre de 1609 –casi veinticinco años después de la segunda fundación- se realizó la primera corrida de toros en Buenos Aires, en conmemoración de la festividad de San Martín de Tours, patrono de la ciudad.
La primera lidia en tierra argentina fue precedida de nerviosos preparativos.  Lo demuestra el acta del Cabildo del 26 de octubre de ese año.
“… En este Cabildo se trató como de presente el día del Señor San Martín de Tours, patrón de esta ciudad, y que las calles de esta dicha ciudad están llenas de yerbas y muchas barrancas y para que se limpien se encarga mande a todos los vecinos y moradores limpien y aderecen las dichas calles dentro de un término breve poniéndoles pena, lo que le pareciere, los cuales no sean exentos y asimismo de aviso al obligado de las carnicerías para que el dicho día del Patrón traigan los toros que se han de correr en la plaza pública de ella…”
No es de extrañar que el sangriento rito taurino y las pacíficas celebraciones religiosas se complementaran; era la fiesta por antonomasia, la que rubricaba el júbilo general.  Lo que no quiere decir, tampoco, que no hubiera opositores al toreo, como el obispo de Buenos Aires fray Sebastián Malvar y Pinto, que en plena época del virrey Vértiz se presentó a las autoridades manifestando su protesta porque las corridas de toros “distraen al pueblo de sus deberes religiosos”.  Naturalmente, las plásticas figuras de matador y torero no inspiraban reflexiones religiosas y Vértiz, ante la presentación del Obispo, debió meditar no poco.  Quedó en paz con su conciencia y bien con el pueblo ordenando que lo que se recaudase en esas oportunidades fuera entregado a beneficio de la Casa de Expósitos.  Desde ese momento, las lidias no eran más que “kermeses de caridad” –diríamos hoy….
Originariamente, las corridas de toros porteñas se hacían en la Plaza Mayor, hoy Plaza de Mayo, en el costado oeste, para que las autoridades pudieran asistir a ella desde el balcón del Cabildo.  Al principio fueron gratuitas lo que, por supuesto, conspiraba contra la calidad de los toreros, que ya eran profesionales en España.  Solía atarse un toro a un poste para que los vecinos más corajudos se divirtieran con él, arriesgándose a recibir alguna cornada.  En 1790 el carpintero Raimundo Mariño propuso al virrey construir una plaza de toros permanente en el hueco de Monserrat, para evitar el gasto de armar y desarmar el tinglado cada vez que había función.
La propuesta fue aceptada pero, para no restar jerarquía a la Plaza Mayor, se acordó que en ella se siguieran realizando las corridas llevadas a cabo en celebración de fiestas reales –cumpleaños del rey, coronación, etc.- y que tuvieran carácter gratuito.  La de Monserrat sería más comercial, más profesionalizada.
La plaza de toros de Monserrat se construyó aproximadamente en la manzana que hoy toma la avenida 9 de Julio entre Belgrano, Moreno, Lima y Bernardo de Irigoyen.  Allí se había construido en 1781 un edificio para hacer un mercado, a fin de evitar al vecindario del barrio el viaje que significaba llegarse hasta la Plaza Mayor; pero no llegó a funcionar.
En 1791, la plaza de toros construida por Mariño, con capacidad para 2.000 personas, empezó a funcionar.  Las autoridades solían ubicarse en los balcones de la casa de la familia Azcuénaga, sobre la llamada “Calle del Pecado”.  Pero el sugestivo nombre existía por algo; el barrio era poco recomendable y la vecindad de la plaza de toros, con sus profanos espectáculos y el cortejo de vagos, apostadores y malentretenidos, desprestigió ante la sociedad colonial las reuniones.  Se decía que el lugar era un antro de maleantes y –esto ya no se decía sino que se padecía- había todo un basural en las inmediaciones, agravado por la parada de carretas del interior que por allí pernoctaban.  Y otro elemento más que jugó en contra de la permanencia de la plaza de toros de Monserrat: los toros mismos, bestias bravas traídas desde Chascomús, que a veces se espantaban y provocaban terror entre los vecinos.  Al fin, las quejas de éstos llegaron al virrey Avilés y se resolvió demoler el malhadado estadio.  El 22 de octubre de 1799 empezó la “piqueta del progreso” (suponemos que alguien la habrá calificado así en ese momento) su labor, que terminó en julio de 1800.  Sólo ocho años había durado pero en ese lapso se habían realizado 114 corridas dejando de beneficio $ 7.096, cantidad por cierto no despreciable.
Pero la demolición de la plaza de toros de Monserrat no significaba que el toreo estuviera en baja; todo lo contario.  El circo había permitido más corridas y de mejor calidad y existía ahora cierto profesionalismo entre los matadores, ciertas exigencias en los aficionados.  Contemporáneamente a la demolición, el Cabildo resolvió hacer edificar una nueva y definitiva plaza en el Retiro.
Una plaza de las buenas
Fue el capitán de navío Martín Boneo quien construyó la plaza de toros de Retiro.  Era de forma octogonal y mantenía el estilo morisco en sus vasos de barro cocido, en la parte alta de las paredes; las ventanas ojivales, alumbradas por una línea de faroles, dejaban ver las anchas galerías y las entradas independientes.  Tenía capacidad para diez mil espectadores: ¡no en vano la construcción costó $42.000!  La nueva plaza tenía todas las comodidades exigidas por los toreros: guardabarreras, burladeros y hasta una capilla para encomendarse a Dios.
Por afuera, mampostería revocada con cal; por dentro, maderas adornadas con gallardetes reales, y palcos en la parte alta.  Era realmente una fastuosa plaza, comparable a las mejores de España.  Y, por supuesto, era cara: la entrada valía dos y hasta tres pesos, cuando la de Monserrat había permitido ver el espectáculo por quince centavos.  Pero el beneficio anual también era más elevado: casi $6.000.
Naturalmente, los matadores eran, en Retiro, de mejor calidad que los de Monserrat.  En la plaza nueva perdió la vida un torero tan famoso como “El Ñato” –que para muchos tuvo un merecido final, pues no sólo era asesino de toros sino también de hombres…  Allí lidiaron otros diestros como Pedro Cuadra, Roque Chiclana (el “Gitano”), Matías Pavón, Juan de Villa, “el Indiecito” Laureano de Jara y “el Tripas”.
Pero la plaza de Retiro no sirvió solamente para intenciones deportivas.  En ocasión de las invasiones inglesas se peleó en sus inmediaciones y el círculo edificado sirvió de refugio a muchos vecinos; en 1810 se usó varias veces para concentrar la caballada de los regimientos criollos.  Y a partir de la Revolución, la plaza de Retiro fue sede de los espectáculos que se hacían para festejar las efemérides patrias o para celebrar los triunfos patriotas.
Sin embargo, el advenimiento de los gobiernos patrios empezó a marcar la declinación de las corridas de toros.  En realidad, la lidia nunca había sido en el Río de la Plata una pasión demasiado fervorosa; tal vez nos faltaban los oles de España, que dan brillo y color a las funciones taurinas.  Quizá el ganado no era todo lo bravo que debería ser, acostumbrado como estaba a la frecuentación de los jugosos pastos de nuestras pampas.  El caso es que el bello sexo de Buenos Aires, ya en tiempo de la colonia, se mostraba renuente en concurrir a las lidias.  Había que ir porque el virrey y la virreina iban, pero en realidad parecía más divertido mirar el ir y venir del público que el espectáculo mismo.  Además, era obvio que en esas reuniones abundaban los orilleros, esos extraños seres llamados “gauchos” y toda clase de gente desconocida.
Pero después de 1810 la lidia de toros fue decayendo por otro motivo: la reacción antiespañola que se fue acentuando a medida que la revolución se hacía más dura y comprometida, arrastró también a los usos y costumbres de la Madre Patria.  Todo lo español parecía repudiable; y ¡qué más español que la “fiesta”, con su despliegue de barbarie y de inútil coraje!  En consecuencia, se empezó a tener en menos a las corridas de toros.  Ahora estaba de moda lo europeo, lo inglés…  El 4 de diciembre de 1818 el Cabildo acordó dar las últimas funciones en la plaza del Retiro, por una especial concesión del Director Supremo.  Y el 23 de enero de 1819, en acuerdo extraordinario, el mismo cuerpo municipal nombró a los regidores José María Bustillo y Miguel de Riglos para que inspeccionaran el estado de la plaza e iniciaran su demolición.  En 1820 la Plaza del Retiro ya no existía, el deporte taurino en el Río de la Plata había recibido el golpe más fuerte, el golpe mortal…
Pero después…
Sin embargo, seguían existiendo sectores cuya afición por los toros no decaía.  En Barracas, por ejemplo, funcionaba un precario corral desde 1789; allí no se cobraba entrada y el espectáculo se hacía por el solo gusto de torear.  Bien entrado estaba el siglo cuando las autoridades resolvieron clausurar esa suerte de “plaza clandestina” donde el arte de la lidia se practicaba con absoluto desinterés, por el placer estético y espiritual de hacerlo.
En el interior también sobrevivieron las corridas de toros un tiempo más a Buenos Aires.  Damián Hudson relata que la noticia de la Declaración de la Independencia se festejó en San Juan, en 1819, con corridas de toros.  Es conocida también la anécdota atribuida al general San Martín, cuando organizó una corrida de toros para que se lucieran los oficiales de sus tropas, en Mendoza.  Fue entonces cuando, a un comentario de su esposa, que en algún momento expresó su asombro por los alardes de valor de los improvisados matadores, dijo San Martín: “Si…. son locos…. ¡Pero de estos locos precisa la Patria!
En Salta fue José Ignacio Gorriti, hacia 1823, el que prohibió las corridas de toros.  Y en Buenos Aires, Martín Rodríguez, por decreto del 4 de enero de 1822 prohibió hasta las lidias con toros “embolados”, es decir, con bolos de madera o cuero en las astas, que evitaban que el torero fuera herido.
Desde entonces, las lidias fueron decayendo verticalmente.  Sin una sede para realizar el espectáculo con todo esplendor, perseguida por las autoridades, despreciadas por las clases altas, “la fiesta” se redujo a algunas corridas clandestinas sin mayor belleza ni relevancia.
Alguna vez, de tarde en tarde, llagaba al Río de la Plata algún torero español, buscando revivir el antiguo entusiasmo.  Ninguno tuvo éxito.  Manuel Domínguez, “el Desperdicios” (cuyo mote habría sido puesto por el famoso Pedro Romero, que al verlo actuar en una novillada dijo: “este chico no tiene desperdicio”) llegó en 1845.  En realidad venía contratado para actuar en Montevideo pero le fue tan mal que debió trabajar como capataz en los saladeros de Juan Manuel de Rosas.  Cayó prisionero en la batalla de Caseros –de la que ha dejado unas vívidas memorias- y regresó a España a fines de 1852.
Todos los esfuerzos para revivir el arte tauromáquico en nuestras tierras fueron inútiles.  En 1870 un empresario se presentó ante el juez de paz de San Fernando solicitando permiso para organizar algunas corridas, ofreciendo destinar parte de la recaudación a las obras públicas del partido.  El juez de paz elevó la petición al gobierno provincial; el doctor José María Moreno, fiscal de Estado, hizo de su dictamen un alegato demoledor contra las corridas de toros, que calificó de perjudiciales para la moralidad y buenas costumbres de un pueblo civilizado.  El gobernador, Emilio Castro, desestimó la presentación y esto sentó jurisprudencia.
Y además, allanó el camino para la sanción de la ley 2786 de protección a los animales, gestionada por la Sociedad Protectora de los Animales, que denunció que todavía en 1883 se hacían corridas en Rosario. 
Sólo un recuerdo
Las corridas de toros han pasado para siempre en nuestro país.  Sólo han asistido a ellas los que han viajado a España o a algunos países latinoamericanos donde todavía se practica ese “deporte”.  Lo cierto es que los toros son historia vieja en Argentina.  En 1947 alguien solicitó reabrir la vieja plaza de Salta, también en 1951 se inició un movimiento similar en Chascomús.  Y alguna vez, sobre todo en romerías españolas o en alguna fecha grata a la colectividad hispana, se han improvisado corridas de toros.
Las corridas de toros pertenecen al pasado, en el Río de la Plata.  Otros espectáculos de masas menos cruentos están aposentados en el favor de los grandes públicos.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Guerrero, Gilda – Toros en Buenos Aires.
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Todo es Historia – Año III, Nº 26, Junio de 1869.
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Plaza Montserrat


Plaza Montserrat
Plaza Montserrat
Fue otra víctima del progreso, devorada por la Avenida 9 de Julio.  Corazón del barrio homónimo, fue una de las más famosas de la ciudad y protagonista de multitud de hechos de la “petit-histoire” de La Trinidad y luego Buenos Aires.  Lafuente Machaín, muy acertadamente, hace una aclaración sobre el término “Plaza”, el cual significa algo muy diferente en La Trinidad, a lo que hoy llamamos así.  Plaza era el sitio destinado a la parada de carretas donde se vendía todo tipo de mercaderías que éstas traían; era pues un “Alto de carretas” pero con mercado.  Eran los mercados mayoristas y minoristas de los productos del país; de ahí su nombre de “Mercado de Frutos” –no de “frutas”- que significaba todo tipo de objetos o productos de origen vegetal, animal, mineral o manufacturados en el país.  En el diccionario de Ramón Joaquín Domínguez de 1864 leemos: Plaza, s. f.  Local más o menos ancho, más o menos espacioso, dentro de las poblaciones, donde se venden géneros comestibles y de otras clases, se tiene el trato común de los vecinos y comarcanos, se celebran ferias, mercados, fiestas públicas, etc.
Allí pululaban los compradores, vendedores y gente de toda laya; blancos, mulatos, negros e indios.  Era un “maremagnum” de gente, mercadería, animales, bichos, y toda clase de suciedad y basuras.
Lafuente opina que de allí pudo salir la frase “comerciante de tal o cual Plaza” y “precio de Plaza”.
La Plaza Montserrat nace como “Plaza”, “Mercado de carretas”; debe su origen a la donación de los vecinos, antes de 1780 de media manzana, esto es un solar de 70 varas de este a oeste, por 140 de norte a sur.  La mitad de la manzana, lado este, de Belgrano – Lima – Moreno y Bernardo de Irigoyen.
Fue donada pues los vecinos tenían dificultades en conseguir alimentos y deseaban un mercado.
Pero el Cabildo les pide 140 varas por 87 ½, más 11 varas para las calles a fin de establecer allí un “pósito” (depósito) y construir una recova con tiendas.  Se provoca así una discusión entre el fiel ejecutor, Gregorio Ramos Mexía, el regidor Juan de Elía, y el vecino Isidro Lorea (el tallista del retablo del altar de la Catedral).  Los vecinos aducen que el terreno es mayor que el de la Plaza Amarita, argumento que finalmente inclina el triunfo a su favor y logran la Plaza.
Sobre el lado oeste de la Plaza, una calleja la unía con la calle Lima, y era sitio de pulperías.
La Plaza, con sus carretas, animales, mercado, gentes, olores, boliches y bailongos era una vecindad poco recomendable.  A ello añadamos el camposanto de Montserrat en Lima y Belgrano, esquina noroeste.
Todo esto hizo arrepentirse un poco a los vecinos de su donación e insistencia para que se instalara la Plaza; se pensó así, que si se construía allí una Plaza de Toros, la Plaza de Carretas desaparecería, el barrio elevaría su nivel, y acrecentaría su comercio.
En 1790 Raimundo Mariño y un grupo de vecinos solicitan y logran la erección de una Plaza de Toros.
La media cuadra sur del callejón que la unía con Lima, estaba ocupada por una casa de dos plantas, con recova y balconada en la planta alta, perteneciente a la familia Azcuénaga; era conocida como La Recova o La Balconada de Montserrat y subsistió hasta 1912, año en que fue demolida.
Esta balconada se aprovechó para palcos y el resto se levantó en madera; de la casa de Azcuénaga, partía un arco de cal y ladrillo que cruzaba el callejón y servía como ornato de entrada a la Plaza de Toros.  Este arco estaba adornado con cornisones y perillas de barro vidriado.
La calleja sirvió de toril (1), por lo que se la conocía como calle del Toril.
La Plaza se hizo con capacidad para dos mil espectadores y comenzó a funcionar en febrero de 1791.  El 20 de enero de ese año, el virrey Nicolás de Arredondo designa al regidor Martín de Alzaga y al capitán Félix de la Rosa como veedores e inspectores del espectáculo y la recaudación, la que se destinaba a las obras de empedrado de las calles.
Pronto se vio que era peor el remedio que la enfermedad; por un lado los animales que traídos el día anterior, no sólo daban malos olores sino que hacían un ruido insoportable; por otro las aglomeraciones que alteraban la paz del barrio; y finalmente la cantidad de gente aventurera e indeseable, ya al servicio de la plaza o del delito, que sentó sus reales en el barrio.  Pulularon las pulperías y las casas de mala fama; se jugaba, se bebía y se bailaba más que nunca.  Las peleas eran cosa de cada momento.  Además la Plaza ocupaba todo el sitio y las casas quedan prácticamente sobre ella, lo que las desvalorizó completamente.
Se revertieron entonces las gestiones, y se dirigió un memorial al virrey, con fecha 9 de octubre de 1798, donde expresaba el vecindario los inconvenientes que traía la Plaza al barrio, la falta de tranquilidad, la inseguridad que permitía la frecuente fuga de toros con el consecuente peligro, la suciedad, los olores, etc. etc.  Pero el pedido era indudablemente justo, y tanto que así lo comprendió el virrey Antonio de Olaguer y Feliú quien expidió el decreto del 22 de octubre de 1799, por el cual se ordena su demolición.  Esto se inicia en enero de 1800 y termina en junio.  Nace así la Plaza de Toros del Retiro.
En la Plaza Montserrat, ya libre de los toros, juraron parte de los miembros de los Regimientos de Pardos y Morenos durante el período de las invasiones inglesas.  Por eso se la llamó “Plaza de la Fidelidad”.
La vieja calle del Toril se llenó de pulperías y casas de mala fama por lo que recibió el nombre de “Calle del Pecado”.
Entre 1830 y 1852 su reputación empeoró ya que – según los enemigos de Rosas- era usada por los mazorqueros para ultimar allí a sus víctimas; esto era en realidad más fantasía que verdad; lo cierto era que elementos de mal vivir que pululaban en las pulperías y lenocinios (2) la eligieron como escenario de peleas y hechos de sangre.
El barrio, cuando los vecinos se alejaron debido a la Plaza de Toros, se fue llenando de negros, mulatos e indios.  Se agrupaban en “naciones” con sus “reyes” y “reinas”; estaban los Camundá, Muñolos, Banguelas, Congos, Guineas, Casancha, Cabindá y varias más.  De allí el nombre de “barrio del tambor o del candombe” que se le dio.
Los negros, por cualquier motivo: Semana Santa, Carnaval, fiestas religiosas, fiestas patrias o lo que sea, organizaban procesiones, bailes o mascaradas cuyo principal escenario era la Plaza.
Manuel Bilbao nos trae el recuerdo de la “Loca Pandereta”.  Entre 1839 y 1845 en la calle del Buen Orden (hoy Bernardo de Irigoyen), cerquita de la Plaza –entonces “Hueco de la Fidelidad”- estaba el cambalache “El Hijo Pródigo” de Rocamora, quien en esos tiempos anteriores al Banco Municipal de Préstamos, era conocido como el Padre de los Pobres.  Trinidad Tabares era una mulata criada en casa del Dr. Rivera, esposo de una hermana de Rosas y abuelo de Bilbao.  Era muy piadosa, bonita y muy charlatana; y cuando pasaba por la recova de la calle del Pecado, se persignaba para no caer en tentación.  Era asimismo muy amiga de la diversión pero sus escasos recursos y su vida honesta no la dejaban disfrutar mucho de ella.
Un día se anunciaba una gran fiesta de candombe, con sortijas, y palo enjabonado cuyo escenario era el Hueco de la Fidelidad.  La pobre Trinidad andaba escasa de dinero y quería sobresalir en la fiesta.  Un vecino no tuvo mejor idea que decirle que bailara con una pandereta.  Y Trinidad termina en lo de Rocamora quien le vende una pandereta a cuatro veces su costo.  Llegando su turno en la Plaza la linda mulata comenzó su baile acompañándose con la pandereta y con tan poca gracia que recibió un manteo, debiendo salir corriendo para evitar daños mayores.  Cuando pasó por lo de Rocamora entró como una tromba y le tiró la pandereta a la cara, insultándole de arriba abajo y exigiendo le devolviera el importe.  Como aquél se negó, entró a romper todo; vino la policía, y Trinidad terminó presa.  Trinidad se ganó el mote de “la Loca Pandereta” y Rocamora tuvo que cerrar el cambalache.
Las procesiones que los negros organizaban en Navidad eran majestuosas y en la Plaza se hacían pesebres vivientes con ángeles, pastores y Reyes Magos.  En ese día elegían sus reyes y reinas y luego de adorarlos y rendirles pleitesía venían los bailes, las representaciones y las oraciones.
En las procesiones, el lugar de honor era para Nuestra Señora de Montserrat, la Virgen Morena y San Benito de Palermo, el santo negro.
Juzgado de Paz de la época de Rosas, frente a la Plaza Montserrat.
En las fiestas tronaba el candombe, con tambores y matracas; se invitaba a las autoridades, siendo conocida la frecuente concurrencia a las fiestas del gobernador, el brigadier general don Juan Manuel de Rosas y su familia, los que eran adorados por la gente del barrio.
Las fiestas de Montserrat, subsistieron hasta principios del siglo XX. 
La calle del Pecado fue también asiento de saladeros, de barracas de cueros y de frutos y hortalizas, las que se descomponían y daban un hedor insoportable.  Si a ello sumamos el hedor de los desperdicios que allí se arrojaban, el de los animales muertos y el de las inmundicias, no sólo de animales sino de humanos que la usaban como baño público, no deja de ser una ironía el nombre que se le impuso el 27 de noviembre de 1893, de “Pasaje Aroma”.  En realidad conmemoraba la batalla homónima librada el 15 de noviembre de 1810 entre el coronel Esteban Arce y el coronel realista Fermín de Piérola de Arhuna.
Cuando el Ferrocarril del Sud –hoy Roca- instaló su línea de tranvías para unir la flamante estación Constitución con el centro, una de sus líneas venía por Lima, tomaba por la calle del Pecado y terminaba en la Plaza donde había un apeadero.
Tuvo diferentes nombres: nació como Mercado de Frutos de Montserrat o Plaza de Montserrat; en 1791 pasó a ser Plaza de Toros de Montserrat; en 1800 vuelve a ser Plaza de Montserrat, pasando en 1806 a ser conocida como Plaza o Hueco de la Fidelidad; en 1822 recibe, de la calle aledaña el nombre de Plaza del Buen Orden; en 1826 algún obsecuente de turno –siempre los hay- logra que le pongan el nombre de Plaza del Restaurador, nombre que por orden del propio Juan Manuel de Rosas es cambiado en 1838 volviendo a ser del Buen Orden; en 1852 pasa a ser Mariano Moreno; en 1856 San Martín; en 1874 General Manuel Belgrano; en 1905 recupera el nombre de Mariano Moreno, para recibir de nuevo su primitivo nombre de Plaza Montserrat después de 1910 y hasta ser barrida por la Avenida 9 de Julio.
De todos estos nombres merece aclararse el de “Buen Orden”.  Nace éste en 1822 durante el gobierno de Martín Rodríguez y por decreto de Bernardino Rivadavia, como reconocimiento a la conducta de los Colorados del Monte, de Juan Manuel de Rosas, quienes entraron en 1820 a la ciudad por dicha calle; al llegar a la calle Caseros –esquina de Pérez- su Jefe, Juan Manuel de Rosas, ordena al comandante de los Colorados, Vicente González “Carancho del Monte”, que las tropas deben comportarse con corrección y entrar en “buen orden” a la ciudad.  Tanto lo hicieron que asombró a la población su conducta, ya que estaban lamentablemente acostumbrados a las depredaciones, saqueos, desórdenes y violaciones, que eran comunes con las demás tropas.
Francisco L. Romay supone en cambio, que el nombre puede deberse a que en 1821 se formó el regimiento de milicias “Amigos del Orden” los que hacían ejercicio en la Plaza.
El 21 de setiembre de 1881 se colocó en la Plaza la piedra fundamental del Monumento a la Imprenta y de otro a Bernardino Rivadavia, los que nunca llegaron a erigirse.  ¡Qué montaña se haría con las piedras fundamentales que nunca “brotaron” y que están enterradas en el suelo de nuestro querido Buenos Aires!
En 1910 con motivo del Centenario se erigieron los monumentos a los integrantes de la Primera Junta (que fue la segunda), tocándole en suerte a la Plaza Montserrat cobijar al de Hipólito Vieytes, obra de José Llanes.  Fue inaugurado el 8 de julio.  Con posterioridad se lo trasladó a la Plaza Vieytes.
La plaza tiene 6.372 metros cuadrados de superficie.
Su nombre, Plaza Monserrat, se ha perdido para los porteños, pero el del Pasaje Aroma, en cambio, persiste allá por el Barrio Varela en otro pasaje que nace en Esteban Bonorino, el que fracasa en su intento de llegar a los cien metros, y no alcanza a Rivera Indarte.
Referencias
(1) Sitio donde se tienen encerrados los toros que han de lidiarse.
(2) Casas de prostitución.
Fuente
Bilbao, Manuel – Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires – Buenos Aires (1934).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Lafuente Machaín, Ricardo – Buenos Aires en el siglo XVIII – Buenos Aires (1946).
Lagleyze Luqui, Julio – Las Plazas de Buenos Aires.
Portal www.revisionistas.com.ar
Todo es Historia – Año VIII, Nº 90, Noviembre de 1974.
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar

viernes, 29 de julio de 2016

Primer cartero de Buenos Aires

A 240 años del primer cartero de Buenos AiresLa historia se encargó de elegir al primer cartero: Bruno Ramírez fue su nombre. Designado en Buenos Aires el 14 de septiembre del año 1771.


En el año 1748 comenzaba la labor pionera del Correo de desarrollar el vínculo y la comunicación postal entre personas.

Con cientos de años de experiencia y trayectoria, en el siglo XXI, Correo Argentino es la empresa líder en el mercado postal y logístico del país.

Los avances producidos en las tendencias comunicacionales y la constante búsqueda de satisfacer las necesidades de particulares y empresas lo convierten en el correo más adelantado de América Latina y uno de los más desarrollados del mundo.

La capacidad para utilizar tecnología de punta, la sabiduría para aprovechar y desarrollar el potencial de los recursos humanos, la constante mejora en la gama de productos y servicios que brinda y la creación de soluciones integrales son las cualidades que lo diferencian en el mercado nacional y lo distinguen en el exterior.

Datos de interés

•Es miembro de la Unión Postal Universal (UPU).
•Cuenta con la más amplia red de distribución y atención del país.
•Tiene 4.345 puntos de venta con presencia en todos los rincones del país.
•Está avalado por el poder de fe conferido por el Estado Nacional.
•Realiza envíos a más de 200 países.
•Recorre 3.566.000 kilómetros de transporte terrestre por mes.
•Procesa 565 millones de piezas por año.
•Sus carteros recorren 116.000 kilómetros diarios.
•Utiliza 1.6 millones de horas hombre para tareas operativas.
•Clasifica 2 millones de cartas diarias.
•DBSC clasifica hasta 36.000 piezas / hora.
•Cuenta con una dotación de 15.627 trabajadores.



Historia del Correo Argentino

Narrarla historia del correo en América, es relatar los acontecimientos que se fueron sucediendo en la conquista y colonización de nuestro continente.
Como en la actualidad, en aquel tiempo los españoles necesitaban estar comunicados, contarlo que estaban conociendo, informar a sus reyes de lo que estaban conquistando y recibir órdenes y noticias de sus compatriotas.
Fueron necesarios sólo 22 años desde el descubrimiento de América por Colón, para establecer el primer Correo Mayor de Indias con sede en Lima, el 14 de mayo de 1514. Por Real Cédula de la reina Juana I de Castilla y Aragón, se nombró Correo Mayor de las Indias descubiertas y por descubrir a su consejero doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal. El Oficio era una merced a perpetuidad para él y sus sucesores. La historia siguió su curso, el Río de la Plata demostraba que en su nombre no había una metáfora. La actividad comercial crecía sin parar y esto exigía la instalación de un servicio postal en Buenos Aires. En 1747 un vecino de esta ciudad don Domingo de Basavilbaso(1709-1775), hace llegaral Correo Mayor en Lima, un proyecto para establecer servicios postales organizados entre ambas ciudades. Alentado por sus gestiones, el Correo Mayor de Indias, establece el inicio del Correo Fijo (regular) en el Río de la Plata con recorrido hasta Chile y el Alto Perú el 17 de junio de 1748, a cargo de un teniente del Correo Mayor, designado por el titular de Lima. De esta forma, el correo posibilitó que los hombres y mujeres que habitaban las colonias estuvieran comunicados. Bajo el reinado del Rey Carlos III se convino la rescisión de esa merced a perpetuidad. El Correo Mayor de las Indias cedió entonces sus privilegios a la corona a partir del 1 de julio de 1769, recibiendo a cambio una renta anual para él y sus herederos.

En Buenos Aires, los dos primeros administradores principales de la “Real Renta de Correos, Postas y Caminos en el Río de la Plata” fueron Domingo de Basavilbaso y su hijo Manuel, a quienes se les debe la organización de los servicios de correos y postas en el virreinato.
La historia se encargó de elegir al primer cartero: Bruno Ramírez fue su nombre. Designado en Buenos Aires el 14 de septiembre del año 1771,es considerado el antecesor de los actuales carteros. Hasta mediados del siglo XVIII, la figura del cartero no existía y el servicio de correos en el Río de la Plata, recién comenzaba a organizarse. Sin embargo, en España ya se utilizaba personal para la distribución de la correspondencia desde la promulgación de las ordenanzas del año 1762. Y cuando Domingo de Basavilbaso asumió la administración principal del correo, creyó necesario “para el mejor servicio del rey” establecer el cargo de cartero a fin de que no se atrasara la entrega de la correspondencia a sus destinatarios. Muchos años después, la fecha de nombramiento de Ramirez quedó instituida como el Día del Cartero. Es justo recordar que por la historia de una profesión tan noble pasó Domingo French, quien tuvo una participación destacada en nuestra Revolución de Mayo.

¿Cómo nació el correo en la Argentina?

En nuestro país, el correo fue organizándose casi a la par del resto de las instituciones. Durante el período revolucionario de mayo de 1810, el correo desempeñó un papel imprescindible para el nacimiento de la patria, llevando partes y órdenes de la Primera Junta, difundiendo bandos patrióticos con las ideas de mayo. El primer administrador de correos nombrado por la Primera Junta de Mayo fue Don Melchor de Albín en junio de 1810.
En 1826 el presidente de la República, Bernardino Rivadavia, envió al Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata el proyecto de nacionalización de correos. La consecuencia de esta histórica decisión, que significó la emancipación de nuestras comunicaciones, se vio el 1° de julio de ese año cuando Rivadavia creó en Buenos Aires la Dirección General de Correos, Postas y Caminos y nombró como director a Juan Manuel de Luca, quien desempeñó esta función por espacio de 32 años. Su sucesor, el progresista Gervasio Antonio de Posadas, fue quien colocó los primeros buzones en Buenos Aires, reglamentó el servicio de carteros y redujo las tasas postales, entre otras cosas.
Ya en el año 1874 fue nombrado director general Eduardo Olivera, quien ejerció el cargo hasta 1880 y perfeccionó lo hecho por Posadas. Aumentó el número de buzones y carteros, impulsó una ley y un reglamento nuevo, y el 7 de abril de 1876 fusionó la Dirección de Correos con la de Telégrafos. Es importante destacar que bajo la gestión de Olivera se sancionó la Ley de Correos N° 816 que modernizó los servicios postales.
Suceden a Olivera otros administradores progresistas como Miguel Cané, Olegario Ojeda y Ramón J. Cárcano. Este último implantó los servicios de encomienda, giros postales, valores declarados y carta certificada. Cárcano, de esta manera, perfiló las herramientas que le darían impulso al servicio postal en nuestro país.
No es casual que el Palacio de Correos, símbolo de las comunicaciones nacionales y pieza arquitectónica relevante de la ciudad de Buenos Aires, lleve su nombre. El Palacio de Correos, conocido por todos como el Correo Central, comenzó a construirse en 1889 (un año después de haberse presentado el proyecto), pero se inauguró recién el 28 de septiembre de 1928. La crisis financiera de fin de siglo y la Primera Guerra Mundial fueron las responsables de este atraso. El arquitecto a cargo del diseño fue Norbert Maillart, quien además diseñó los edificios de Tribunales y el Colegio Nacional Buenos Aires. Lo curioso es que Maillart proyectó los planos del Correo desde Francia sin trasladarse a nuestro país. La construcción demandó en total 41 años, en los que se cimentaron 2.882 pilotes de hormigón armado de 10 metros de profundidad cada uno, en terrenos ganados al Río de La Plata. El proyecto original fue modificado varias veces por la escasez de presupuesto ya que la fachada principal se había proyectado originariamente sobre la avenida Alem y pensaba coronarse con grandes grupos escultóricos del francés Auguste Bartholdi, ya consagrado por la realización de la estatua de la Libertad de Nueva York.
En forma simultánea, y mientras el correo esperaba la inauguración de su sede central, otros cambios a nivel administrativo se iban sucediendo. Entre los años 1853 y 1856, el correo dependió del Ministerio de Hacienda, esto era lógico si se tiene en cuenta la importancia económica para el desarrollo del país. A partir de este ultimo año y hasta 1944, dependió del Ministerio del Interior; el 13 de junio de 1944 el Poder Ejecutivo dispuso la autarquía del correo. Desde el 1° de julio de ese mismo año se denominó Dirección General de Correos y Telecomunicaciones.

Siguiendo con esta cronología de fechas, es válido destacarque el 26 de enero de 1949 se creó la Secretaría de Correos y Telecomunicaciones de la Nación, elevada a rango de ministerio el 14 de mayo de ese año hasta que en 1958 pasó a ser la Secretaría de Estado de Comunicaciones. La Empresa Nacional de Correos y Telégrafos (ENCOTEL) fue creada el 23 de mayo de 1972, comenzando a funcionar como empresa del Estado el 1° de enero de 1974. Con esa denominación brindó todos los servicios públicos internos e internacionales, la prestación de servicios monetarios y la realización de aquellas actividades complementarias, subsidiarias y accesorias de la actividad postal.

El 29 de diciembre de 1992, a través del decreto N° 2793 se creó ENCOTESA, Empresa Nacional de Correos y Telégrafos S.A. (Correo Argentino). Llevó este nombre hasta la privatización realizada el 1° de septiembre de 1997, a través de un proceso de concesión de los servicios por un período inicialmente estipulado en 30 años. La empresa Correo Argentino S.A. se hizo cargo de la administración del Correo Oficial tras el Decreto del Poder Ejecutivo N° 262/97. Pero el 19 de noviembre de 2003, el Poder Ejecutivo emitió un nuevo decreto, el N° 1075/2003 por el cual se rescindió el contrato de concesión a la empresa y se formó una Unidad Administrativa a cargo de la conducción del Servicio Oficial de Correos, con el objeto de conducir y reorganizar a la empresa durante 180 días. Cumplido el plazo, por medio del Decreto N° 721/2004 se conformó la sociedad Correo Oficial de la República Argentina S.A. (CORASA), cuyas acciones son propiedad del Estado Nacional.