Toros en Buenos Aires
Como ocurre con casi todas las cosas, también los deportes mueren. Hay algunos que alcanzan en un momento dado un gran favor en el gusto del público y luego, por diversas razones, son olvidados. En nuestro país esto ocurrió con las corridas de toros. Directamente importadas de España, las lidias tuvieron en nuestro país el favor (y el fervor) que todavía convocan en su tierra de origen y en algunos países latinoamericanos; pero hacia 1820 empezaron a decaer y todo el siglo XIX asistió a su progresiva declinación. Hoy, las corridas de toros son virtualmente desconocidas en nuestro país y el entusiasmo que ese gallardo y viril deporte despierta en España ha sido sustituido por otros que tienen, desde hace muchos años, una orgiástica presencia popular. ¿Morirá también el futbol alguna vez? ¿Morirá el boxeo, las carreras de automóviles, el rugby, el polo? No lo sabemos. Pero conviene –incluso como una advertencia- recordar como nació en la Argentina el culto del toreo, cómo llegó a su cenit y cómo murió. No para que los cultores de otros deportes pongan sus barbas en remojo… sino para evocar un aspecto de nuestro pasado poco conocido.
De romanos y toros
El origen de las lidias o corridas de toros –que de ambos modos puede llamarse- participa de dos aportes culturales aunque no puede establecerse con precisión la contribución de cada uno. Fue Roma la que creó el gusto por los grandes espectáculos circenses, a veces crueles, incluyendo los combates entre fieras y seres humanos. Y fueron los árabes los que iniciaron el rito del encuentro entre toros y hombres, montados éstos a caballo.
Cuando los moros invadieron España (711) y trajeron a la península su cultura, sus modos de vida y sus costumbres, también importaron las luchas contra los toros, que practicaban a manera de ejercicio de virilidad. Se sabe que sus adversarios, los caballeros cristianos a cuyo cargo estuvo la Reconquista durante siete siglos también, emularon a los moros en lides taurinas y hay quien opina que también en esto fue el primero Rodrigo Díaz de Vivar, el “Cid Campeador”. Lo cierto es que, moros o cristianos, el deporte era cosa de nobles; dato de distinción, de limpieza de sangre y valentía. Luego, la imitación, la ansiedad de distinguirse y mostrarse valiente hizo que también los mozos de pueblo y villanos compitieran en esta clase de faenas. Finalmente, andando los siglos, se generalizó tanto la costumbre de lidiar toros, que el rey Felipe V –que no estimaba esas fiestas- prohibió a los hidalgos y nobles participar de las corridas de toros. Y entonces, naturalmente, el pueblo quedó dueño absoluto de “la fiesta”.
Desde entonces, la tauromaquia se convirtió en una pasión española; a través del toreo, hombres surgidos de los ambientes más bajos podían llegar a la fama y la riqueza; todo lo relativo a los toros, a su manera de matarlos, a sus manías, sus colores y los ganaderos que los crían, fue materia de discusión y permanente diálogo. Se construyeron grandes plazas de toros y lo taurino fue un meridiano permanente de lo español; algo que dio color y carácter al pueblo hispano. Por supuesto, la técnica de la lidia varió mucho y sufrió modificaciones sustanciales, en primer lugar la de poner al “matador” a pie, frente a frente con el toro.
Esto ocurrió a mediados del siglo XVIII. Ya para entonces las lidias habían pasado a nuestro continente.
Toros en América
Se dice que la primera corrida de toros en América tuvo lugar el 24 de junio de 1526 en la ciudad de México. Si es así, nadie puede negar a la tierra azteca su vieja tradición tauromáquica, que todavía conserva. En nuestras regiones, mucho menos ricas que las de México o Perú, el toreo tuvo menos brillo y menor antigüedad; recién el 11 de noviembre de 1609 –casi veinticinco años después de la segunda fundación- se realizó la primera corrida de toros en Buenos Aires, en conmemoración de la festividad de San Martín de Tours, patrono de la ciudad.
La primera lidia en tierra argentina fue precedida de nerviosos preparativos. Lo demuestra el acta del Cabildo del 26 de octubre de ese año.
“… En este Cabildo se trató como de presente el día del Señor San Martín de Tours, patrón de esta ciudad, y que las calles de esta dicha ciudad están llenas de yerbas y muchas barrancas y para que se limpien se encarga mande a todos los vecinos y moradores limpien y aderecen las dichas calles dentro de un término breve poniéndoles pena, lo que le pareciere, los cuales no sean exentos y asimismo de aviso al obligado de las carnicerías para que el dicho día del Patrón traigan los toros que se han de correr en la plaza pública de ella…”
No es de extrañar que el sangriento rito taurino y las pacíficas celebraciones religiosas se complementaran; era la fiesta por antonomasia, la que rubricaba el júbilo general. Lo que no quiere decir, tampoco, que no hubiera opositores al toreo, como el obispo de Buenos Aires fray Sebastián Malvar y Pinto, que en plena época del virrey Vértiz se presentó a las autoridades manifestando su protesta porque las corridas de toros “distraen al pueblo de sus deberes religiosos”. Naturalmente, las plásticas figuras de matador y torero no inspiraban reflexiones religiosas y Vértiz, ante la presentación del Obispo, debió meditar no poco. Quedó en paz con su conciencia y bien con el pueblo ordenando que lo que se recaudase en esas oportunidades fuera entregado a beneficio de la Casa de Expósitos. Desde ese momento, las lidias no eran más que “kermeses de caridad” –diríamos hoy….
Originariamente, las corridas de toros porteñas se hacían en la Plaza Mayor, hoy Plaza de Mayo, en el costado oeste, para que las autoridades pudieran asistir a ella desde el balcón del Cabildo. Al principio fueron gratuitas lo que, por supuesto, conspiraba contra la calidad de los toreros, que ya eran profesionales en España. Solía atarse un toro a un poste para que los vecinos más corajudos se divirtieran con él, arriesgándose a recibir alguna cornada. En 1790 el carpintero Raimundo Mariño propuso al virrey construir una plaza de toros permanente en el hueco de Monserrat, para evitar el gasto de armar y desarmar el tinglado cada vez que había función.
La propuesta fue aceptada pero, para no restar jerarquía a la Plaza Mayor, se acordó que en ella se siguieran realizando las corridas llevadas a cabo en celebración de fiestas reales –cumpleaños del rey, coronación, etc.- y que tuvieran carácter gratuito. La de Monserrat sería más comercial, más profesionalizada.
La plaza de toros de Monserrat se construyó aproximadamente en la manzana que hoy toma la avenida 9 de Julio entre Belgrano, Moreno, Lima y Bernardo de Irigoyen. Allí se había construido en 1781 un edificio para hacer un mercado, a fin de evitar al vecindario del barrio el viaje que significaba llegarse hasta la Plaza Mayor; pero no llegó a funcionar.
En 1791, la plaza de toros construida por Mariño, con capacidad para 2.000 personas, empezó a funcionar. Las autoridades solían ubicarse en los balcones de la casa de la familia Azcuénaga, sobre la llamada “Calle del Pecado”. Pero el sugestivo nombre existía por algo; el barrio era poco recomendable y la vecindad de la plaza de toros, con sus profanos espectáculos y el cortejo de vagos, apostadores y malentretenidos, desprestigió ante la sociedad colonial las reuniones. Se decía que el lugar era un antro de maleantes y –esto ya no se decía sino que se padecía- había todo un basural en las inmediaciones, agravado por la parada de carretas del interior que por allí pernoctaban. Y otro elemento más que jugó en contra de la permanencia de la plaza de toros de Monserrat: los toros mismos, bestias bravas traídas desde Chascomús, que a veces se espantaban y provocaban terror entre los vecinos. Al fin, las quejas de éstos llegaron al virrey Avilés y se resolvió demoler el malhadado estadio. El 22 de octubre de 1799 empezó la “piqueta del progreso” (suponemos que alguien la habrá calificado así en ese momento) su labor, que terminó en julio de 1800. Sólo ocho años había durado pero en ese lapso se habían realizado 114 corridas dejando de beneficio $ 7.096, cantidad por cierto no despreciable.
Pero la demolición de la plaza de toros de Monserrat no significaba que el toreo estuviera en baja; todo lo contario. El circo había permitido más corridas y de mejor calidad y existía ahora cierto profesionalismo entre los matadores, ciertas exigencias en los aficionados. Contemporáneamente a la demolición, el Cabildo resolvió hacer edificar una nueva y definitiva plaza en el Retiro.
Una plaza de las buenas
Fue el capitán de navío Martín Boneo quien construyó la plaza de toros de Retiro. Era de forma octogonal y mantenía el estilo morisco en sus vasos de barro cocido, en la parte alta de las paredes; las ventanas ojivales, alumbradas por una línea de faroles, dejaban ver las anchas galerías y las entradas independientes. Tenía capacidad para diez mil espectadores: ¡no en vano la construcción costó $42.000! La nueva plaza tenía todas las comodidades exigidas por los toreros: guardabarreras, burladeros y hasta una capilla para encomendarse a Dios.
Por afuera, mampostería revocada con cal; por dentro, maderas adornadas con gallardetes reales, y palcos en la parte alta. Era realmente una fastuosa plaza, comparable a las mejores de España. Y, por supuesto, era cara: la entrada valía dos y hasta tres pesos, cuando la de Monserrat había permitido ver el espectáculo por quince centavos. Pero el beneficio anual también era más elevado: casi $6.000.
Naturalmente, los matadores eran, en Retiro, de mejor calidad que los de Monserrat. En la plaza nueva perdió la vida un torero tan famoso como “El Ñato” –que para muchos tuvo un merecido final, pues no sólo era asesino de toros sino también de hombres… Allí lidiaron otros diestros como Pedro Cuadra, Roque Chiclana (el “Gitano”), Matías Pavón, Juan de Villa, “el Indiecito” Laureano de Jara y “el Tripas”.
Pero la plaza de Retiro no sirvió solamente para intenciones deportivas. En ocasión de las invasiones inglesas se peleó en sus inmediaciones y el círculo edificado sirvió de refugio a muchos vecinos; en 1810 se usó varias veces para concentrar la caballada de los regimientos criollos. Y a partir de la Revolución, la plaza de Retiro fue sede de los espectáculos que se hacían para festejar las efemérides patrias o para celebrar los triunfos patriotas.
Sin embargo, el advenimiento de los gobiernos patrios empezó a marcar la declinación de las corridas de toros. En realidad, la lidia nunca había sido en el Río de la Plata una pasión demasiado fervorosa; tal vez nos faltaban los oles de España, que dan brillo y color a las funciones taurinas. Quizá el ganado no era todo lo bravo que debería ser, acostumbrado como estaba a la frecuentación de los jugosos pastos de nuestras pampas. El caso es que el bello sexo de Buenos Aires, ya en tiempo de la colonia, se mostraba renuente en concurrir a las lidias. Había que ir porque el virrey y la virreina iban, pero en realidad parecía más divertido mirar el ir y venir del público que el espectáculo mismo. Además, era obvio que en esas reuniones abundaban los orilleros, esos extraños seres llamados “gauchos” y toda clase de gente desconocida.
Pero después de 1810 la lidia de toros fue decayendo por otro motivo: la reacción antiespañola que se fue acentuando a medida que la revolución se hacía más dura y comprometida, arrastró también a los usos y costumbres de la Madre Patria. Todo lo español parecía repudiable; y ¡qué más español que la “fiesta”, con su despliegue de barbarie y de inútil coraje! En consecuencia, se empezó a tener en menos a las corridas de toros. Ahora estaba de moda lo europeo, lo inglés… El 4 de diciembre de 1818 el Cabildo acordó dar las últimas funciones en la plaza del Retiro, por una especial concesión del Director Supremo. Y el 23 de enero de 1819, en acuerdo extraordinario, el mismo cuerpo municipal nombró a los regidores José María Bustillo y Miguel de Riglos para que inspeccionaran el estado de la plaza e iniciaran su demolición. En 1820 la Plaza del Retiro ya no existía, el deporte taurino en el Río de la Plata había recibido el golpe más fuerte, el golpe mortal…
Pero después…
Sin embargo, seguían existiendo sectores cuya afición por los toros no decaía. En Barracas, por ejemplo, funcionaba un precario corral desde 1789; allí no se cobraba entrada y el espectáculo se hacía por el solo gusto de torear. Bien entrado estaba el siglo cuando las autoridades resolvieron clausurar esa suerte de “plaza clandestina” donde el arte de la lidia se practicaba con absoluto desinterés, por el placer estético y espiritual de hacerlo.
En el interior también sobrevivieron las corridas de toros un tiempo más a Buenos Aires. Damián Hudson relata que la noticia de la Declaración de la Independencia se festejó en San Juan, en 1819, con corridas de toros. Es conocida también la anécdota atribuida al general San Martín, cuando organizó una corrida de toros para que se lucieran los oficiales de sus tropas, en Mendoza. Fue entonces cuando, a un comentario de su esposa, que en algún momento expresó su asombro por los alardes de valor de los improvisados matadores, dijo San Martín: “Si…. son locos…. ¡Pero de estos locos precisa la Patria!
En Salta fue José Ignacio Gorriti, hacia 1823, el que prohibió las corridas de toros. Y en Buenos Aires, Martín Rodríguez, por decreto del 4 de enero de 1822 prohibió hasta las lidias con toros “embolados”, es decir, con bolos de madera o cuero en las astas, que evitaban que el torero fuera herido.
Desde entonces, las lidias fueron decayendo verticalmente. Sin una sede para realizar el espectáculo con todo esplendor, perseguida por las autoridades, despreciadas por las clases altas, “la fiesta” se redujo a algunas corridas clandestinas sin mayor belleza ni relevancia.
Alguna vez, de tarde en tarde, llagaba al Río de la Plata algún torero español, buscando revivir el antiguo entusiasmo. Ninguno tuvo éxito. Manuel Domínguez, “el Desperdicios” (cuyo mote habría sido puesto por el famoso Pedro Romero, que al verlo actuar en una novillada dijo: “este chico no tiene desperdicio”) llegó en 1845. En realidad venía contratado para actuar en Montevideo pero le fue tan mal que debió trabajar como capataz en los saladeros de Juan Manuel de Rosas. Cayó prisionero en la batalla de Caseros –de la que ha dejado unas vívidas memorias- y regresó a España a fines de 1852.
Todos los esfuerzos para revivir el arte tauromáquico en nuestras tierras fueron inútiles. En 1870 un empresario se presentó ante el juez de paz de San Fernando solicitando permiso para organizar algunas corridas, ofreciendo destinar parte de la recaudación a las obras públicas del partido. El juez de paz elevó la petición al gobierno provincial; el doctor José María Moreno, fiscal de Estado, hizo de su dictamen un alegato demoledor contra las corridas de toros, que calificó de perjudiciales para la moralidad y buenas costumbres de un pueblo civilizado. El gobernador, Emilio Castro, desestimó la presentación y esto sentó jurisprudencia.
Y además, allanó el camino para la sanción de la ley 2786 de protección a los animales, gestionada por la Sociedad Protectora de los Animales, que denunció que todavía en 1883 se hacían corridas en Rosario.
Sólo un recuerdo
Las corridas de toros han pasado para siempre en nuestro país. Sólo han asistido a ellas los que han viajado a España o a algunos países latinoamericanos donde todavía se practica ese “deporte”. Lo cierto es que los toros son historia vieja en Argentina. En 1947 alguien solicitó reabrir la vieja plaza de Salta, también en 1951 se inició un movimiento similar en Chascomús. Y alguna vez, sobre todo en romerías españolas o en alguna fecha grata a la colectividad hispana, se han improvisado corridas de toros.
Las corridas de toros pertenecen al pasado, en el Río de la Plata. Otros espectáculos de masas menos cruentos están aposentados en el favor de los grandes públicos.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Guerrero, Gilda – Toros en Buenos Aires.
Portal www.revisionistas.com.ar
Todo es Historia – Año III, Nº 26, Junio de 1869.
Artículos relacionados
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario